20 dic 2010

Su tiempo en mis manos

Ezequiel Ramos, contador de historias, cantante de tangos, hacedor de caminos. Mi abuelo, ese hombre que sonríe con tibieza desde el tiempo congelado de una fotografía tomada en Rosario, Argentina, en los felices años veinte. Vertida sobre la mesa se halla la cartografía de su vida: el mapa que le trajo de regreso a su destino, los hijos, las cartas desde el frente, un testamento... Y su reloj.

Regresó de América con sombrero de ala ancha y bandoneón, un puñado de poemas en lunfardo y este reloj en la muñeca marcando sus horas. En el pueblo castellano habló de aquel paraíso sesgado por el río de la Plata, de las reyertas de los arrabales, de las verdaderas letras de los tangos. Pensaba volver en un año, quizá dos. Nunca lo hizo. Primero el alud de la guerra, después el del amor. Cegado el camino de regreso solo quedaba el bálsamo del recuerdo, dejar que el reloj girase como una brújula sin norte. Reconstruir el pasado. Y el pasado sonaba a Gardel y su presente al viento sobre los campos de Castilla, al café de malta bullendo en el puchero, al yunque obstinado de la dictadura.


Cruzó a la otra orilla una mañana de septiembre en la que yo estaba lejos. Se llevó con él las letras prohibidas de los tangos y los atajos secretos de los bosques. Me dejó su reloj y apretándolo entre mis dedos sentí que su tiempo seguía corriendo en aquella esfera tornasolada. Mientras continuara dándole cuerda él nunca se iría del todo, a pesar del hueco insolente en el poyo de piedra.
Así es que mi abuelo continúa latiendo al fondo de un cajón, sostenido el frágil, fragilísimo hilo de su vida por unas manecillas doradas. Tengo la firme intención de llevarle de vuelta a Argentina, alzar los brazos al llegar a Rosario -cinco horas menos- y girar al unísono... Por fin en casa.
Solo me inquieta una cosa, pequeña piedra en el ánimo. ¿Quién dará cuerda a tu corazón el día que el mío detenga su camino?

14 dic 2010

El río que nos lleva

Egipto, 92% de piel desierta, caótico Cairo, piedras que susurran en jeroglífico lenguaje lo vivido cinco mil años atrás. Más allá del eco de los templos, de la respiración estancada de las tumbas de faraones y artesanos o del griterío multicolor de los bazares, se escucha el rumor del Nilo. No se conoce un país hasta que no se recorren sus ríos. En el caso de Egipto la afirmación no podría ser más cierta. La cicatriz verde de su cauce siembra el desierto de huertas y palmerales, de vida.
Desde la cubierta de un barco he contemplado el discurrir de diciembre por los márgenes del agua. A ratos una hilera de burritos plateados, niños con chilaba -hermosos niños nubios brillando bajo el sol-, bueyes arañando la tierra. A mi lado cuatro turistas japoneses tratan de capturar con sus cámaras algún destello. Entonces tú.
Apareciste en la lejanía, apenas un punto blanco y negro meciéndose sobre las aguas.

Echabas las redes al Nilo desde tu pequeña barca de madera gastada, envuelto en harapos. Imposible medir el poso de la edad en el curtido mapa de tu piel, pescador. Emergían vacías tus redes del vientre del río. Una y otra vez repetías la tarea entre cebos y cordeles. En uno de los embites alzaste la mirada al gran barco -a mi barco- y pescaste la mía. Fijos tus ojos nublados en los míos y de pronto el milagro de tu sonrisa estallada. Me saludaste con la mano y respondí agitando la mía. Feliz de no ser invisible, de asomarte a nuestras vidas, tan ajenas, por un instante y compartir la pesca del día. Disparan los turistas japoneses una ráfaga sobre la escena sin responder siquiera a tu saludo. Al rato ya no importas, te olvidan mientras enfocan un nuevo hallazgo y se hunden en sus guías de viaje.
Allí queda tu sonrisa flotando desnuda sobre el río, de este río que lleva a nuestro barco corriente arriba y a tu barca al placer de su impulso.Norte y Sur. Nos alejamos pero mantengo la mano alzada, los ojos fijos al anzuelo de los tuyos mientras presiento que algo se agita en tus redes y rezo al dios del Nilo para que sea una esperanza y no un pez.

(Hermosa pintura "Pescador de ilusiones" de Laura Hernández)

22 nov 2010

A las cinco en el café Barbieri

Bebo en un café
al fondo de las horas olvidadas
vasos de vino ardiente
y estrellas fermentadas

(Vicente Huidobro)
Esta semana. A las cinco de la tarde. En la mesa del fondo, una vez pasado de largo el reloj que detuvo su corazón a las tres y cinco, junto a los espejos. No podía ser otro el lugar del encuentro, el viejo Barbieri, con sus cristaleras filtrando la luz que se derrama como un charco dorado sobre las mesas de mármol, con su aire de naufragio, con su piano silencioso.
Pienso en la cita y un puñado de mariposas se rebelan en mi estómago. Las cinco es una buena hora. Se encenderá la constelación de lamparillas en algún momento cercano a la oscuridad y los dos cafés que se miran a un lado y a otro del espejo brillarán como las estrellas fermentadas del poeta.

Pediré un té con leche para empezar. A ella se le antojará lo mismo pero del revés. Más tarde, cuando el café se anegue de jazz, será el vino. Me mirará desde el espejo. Le haré preguntas que quizá no sepa contestar. Insistiré. Dejaré que dibuje con mano trémula los caminos que a partir de ahora habremos de seguir. Debe ser valiente, debe ser sincera. Si no de nada servirá la cita, el té, el trago de lava del vino al atardecer. De sus respuestas depende el resto de nuestras vidas. Ahora sí, es el momento de tomar las riendas de este caballo loco de los días.
Rodarán las horas sobre el suelo ajedrezado y en algún momento saldré del Barbieri sin volver la vista atrás. El frío de la noche me irá calando los huesos, lenta y vorazmente, mientras pienso "¿seguirá ella sentada a la mesa del café del otro lado del espejo? ¿habré perdido para siempre mi reflejo?"

(Dibujo de Elena Caicoya donde podréis encontrarme haciendo pajaritos de papel)

12 nov 2010

Encadenados

Existe un pozo en Madrid desde el que me asomo al otro lado. Hace días contemplaba mi reflejo tembloroso sobre sus aguas, preguntándome en qué mundo simétrico y extraño desembocaría aquel túnel, cuando decidí dar el salto. Convertida en la Alicia de Carroll caí durante horas, quizá días, a lo largo de aquella vena oscura que me expulsó a la luz través de un ojo de cíclope que no tardé en reconocer. La Roma del otro lado me daba la bienvenida.

La luz rota del atardecer escarchaba el cielo y los caminos ondeaban sinuosos en todas las direcciones.

Las flores me confesaron -en un lenguaje antiguo y olvidado- los secretos que toda ciudad guarda a esas horas: las librerías en cuya trastienda enigmáticos amanuenses escriben en sus legajos lo que a continuación sucede, calles cubiertas de hiedra donde se refugia el silencio, los espectros de los escritores románticos paseando su nostalgia entre las fuentes.

Aquel era el tiempo de la migración de las aves a tierras cálidas. Lo supe al escuchar el aleteo de una nube de plata sobre los tejados. Un pájaro extraviado me sirvió de guía...

Guarecida entre sus plumas llegué a África.

Llamé a la puerta del Lejano Poniente, la tierra donde los genios duermen una siesta de siglos en el vientre oleoso de las lámparas y los atardeceres bañan de oro la arena del desierto.

La hospitalidad sabía a té con hierbabuena...

...y en los zocos había una receta para cada mal: comino para la tristeza, cilantro para la soberbia, cúrcuma para la desesperación. Aquí fue que hallé la fórmula de Sherezade

y la facultad de rasgar el aire sobre el lomo hilado de una alfombra

Una mañana un estanque cubierto de nenúfares aguijoneó de nuevo mi curiosidad. No pude evitar el salto que rompería la matemática perfecta de aquel espejo.

Cuando emergí de las aguas ya no me envolvía el paisaje bereber... Me hallaba en un charco de Sevilla, alegría azul y albero.

Una delicada cicerone me condujo a Casa La, verdadera casa del revés donde los objetos habían olvidado sus costumbres

y las molestas normas de la gravedad habían sido desterradas

En este irreverente hogar todo era posible. Incluso viajar a través del paladar a países muy lejanos. ¿Y por qué no a Japón?

Saboreé aquellos retales de mar al tiempo que un viento arisco se arremolinaba sobre la mesa. Aún sonaba el eco de Oriente en mis oídos cuando mis manos me alzaron sobre el brocal del pozo.

Regreso de este viaje en tren de tres vagones. ¿Dónde estará la siguiente estación, la próxima huella que aguarda a mi pie vagabundo?

A Lene, por ser cicerone invisible en Roma
A Silvia, por doblar mis pasos por las callejuelas de Marrakech
A Delikat, por destapar el frasco de las esencias más sutiles de Sevilla

29 oct 2010

Contra el olvido


Últimamente el trompo de mi memoria gira sin gobierno. Olvido fechas, citas, frases. No hay día que no me sorprenda con la mirada perdida en el horizonte, ajena a la eficacia de las agendas. Va creciendo el desván de lo olvidado, ese territorio cubierto de bruma en el que sumerjo las manos tratando de rescatar la nueva dirección de un amigo, el nombre de aquella villa de casitas de madera, el motivo que me trajo hasta aquí. Quienes me conocen y no soportan verme deambulando entre nebulosas me recomiendan escribir una lista de cosas que debo recordar. Algo así como los papelitos con los que Úrsula Iguarán trataba de burlar a la peste del olvido. Tomo un lápiz y, aprovechando un brochazo de luz sobre la pared de mi cuarto, comienzo la tarea...


Madrid, casi noviembre de 2010.

No olvidar:

- Felicitar a papá por su cumpleaños. Nunca sé qué regalarle a alguien que me lo ha dado todo. Seguramente unos calcetines de lana no se podrán equiparar jamás a la vida pero harán más cálido su camino.
- Escribir, escribir, escribir. Que todas las historias que deseo contar no se queden en la levedad de lo escrito en el agua, como reza el epitafio de Keats.
- Reaprender el arte de los abrazos, ese lazo insólito que nos hace creer que no estamos solos. Saldré a las calles a practicar si es necesario.
- Guardar bajo siete llaves esta esquirla de infancia que aún conservo. No permitir que acabe como una estrella pisoteada en el fondo de un charco.
- Comprar buñuelos como todos los años y celebrar el festín de una merienda de sombrerero loco y liebre de marzo.
- Soñar esta noche que por fin consigo el anillo de Giges y logro hacerme invisible
- Abrir el martes la ventana de la oficina, desplegar mis alas y no mirar atrás ni por un instante. Volar hasta perderme entre las nubes.
- Hacer pan, un pan antiguo que sepa a simiente y que calme este apetito de esperanza.
- No olvidar los cumpleaños de quienes ya dejaron vacía su fecha en el calendario.
- Seguir jugando todos los días y pensando que de adulta solo tengo este disfraz de dudoso patrón.
- Aprender a nadar, a sentir la ingravidez de las aguas.
- No huir de la sorpresa ni del riesgo. Como un funambulista sin red.
- Cortázar siempre en la recámara, para recordarme la sensación de no estar del todo, el camino entre líneas, el otro lado del espejo.
- Envolver un pedazo de ternura con periódico y guardarlo en la despensa para los malos tiempos.
- Construir un cascarón de nuez y recorrer el ancho mundo(o un madreñogiro como el pequeño Pinín).
- Jamás soltar el hilo de plata de la libertad... Por si un día consigue sacarme del laberinto.
- Comprar brújula y buscar nuevos caminos, nuevos compañeros de viaje.
- Aprender algún idioma olvidado con el que decirte que nunca te olvidaré.
- No dar la espalda al despedirme para no irme nunca del todo.
- Dejar que un nuevo reloj me encuentre y me convierta en su regalo.
- Bailar tregua-catala como un cronopio enloquecido.
- Perderme en un bosque de libros y en otro de hayas.
- Seguir viajando al Madrid de mis 18 años y saber que esa isla de memoria siempre estará ahí para cuando necesite un soplo de magia.
- Romper esta lista sabiendo que ha dejado su semilla en vuestros ojos...



21 oct 2010

Indicios

Marco en el calendario las fiestas paganas, aquellas que celebraban la tierra y sus vaivenes, la mirada del sol y la fecundidad de los campos. Siguiendo el rastro de hojas secas de este otoño, llamé a las puertas del bosque con los amigos de siempre...

... y la arboleda de mis antepasados dejó crujir sus goznes. "Adelante", parecía susurrarnos entre la hojarasca. Tras un recodo el regalo arracimado de su corazón.

Y al despedirnos, una lluvia de erizos manando del cielo, rodando como centellas calle abajo.


Ya podíamos celebrar la fiesta pagana de la cosecha, el "amagüestu" asturiano, el "magosto" de estas tierras sanabresas. Temblaban, despojadas de su pellizo, las castañas...

... y conjuramos un fuego de roble y romero viejo

donde espantar el fantasma del frío y calentar lo más profundo de su semilla.

Al calor de esa lumbre compartimos los frutos del año. La rama roja de nuestra esperanza, la música descubierta, las horas conquistadas

Hubo alimento para el alma y para el cuerpo. Y todo brotaba de la tierra y a la tierra volvería

Hasta que el atardecer anunció la diáspora acostubrada: unos hacia el norte, en busca del mar; otros hacia el sur, tierra adentro. Barría el sol los campos cuando nos despedimos.

Regreso con el alma cosechada.

11 oct 2010

Encuentros insólitos (y III): Un anzuelo desde el otro lado

He postergado la publicación de este encuentro hasta el final de la saga quizá por tratarse del más importante. O tal vez porque más bien fue un desencuentro, un no empujar la puerta -tantas veces intuida y apenas acariciada- al otro lado del espejo.


Hace seis años de aquel día al filo del invierno. Paseaba por la Plaza Mayor de un Madrid aterido de frío, vagabundeando entre los caballetes de los retratistas y los turistas tan iguales a esa hora en que muere la tarde. Apenas un giro, un beso a sus cuatro esquinas, y ya estábamos envueltos en una luz de celofán oscuro.
Apareció bajo uno de los arcos de la plaza. Describirla es todo un reto a la imprecisión del lenguaje. Era una muchacha joven, abrigo de lana, gorro con orejeras, aspecto de duende venido de un mundo subterráneo. No hablaba. Ni siquiera emitía un pequeño sonido. Sentada en el suelo con las piernas cruzadas, había dispuesto frente a ella una antiquísima maleta a modo de mesa sobre la que descansaba un pequeño pizarrín. Del otro lado de la mesa-maleta un cojín dispuesto a recibir al visitante, un vaso de agua con un pez de un intenso color naranja y un atadillo de leña.
No existen fotografías de lo que aún no sé si fue sueño o realidad así que mi amiga Eva ha hecho para vosotros/as estos dibujos a fin de que -como rogaba Saint de Exupery- podáis reconocerla si algún día se cruza en vuestro camino...
Como todos los duendes aquel tenía un juego. Consistía en que alguien se sentaría tarde o temprano en el cojín vacío y entablaría con ella un silencioso diálogo de tiza a través del pizarrín. Un extranjero así lo hizo. Ella escribía, él contestaba. Mis ojos se detuvieron un instante en el pez, aquel corazón palpitando en un vaso de agua. Sus ropas, la leña, aquella maleta arrojada desde el barranco de un pasado muy lejano, la voz robada... Todo formaba parte de un enigmático rompecabezas que no acertaba a componer pero que me atraía irresistiblemente. El hombre se levantó. Mi corazón vibró al unísono con el del pez de sangre. "Ahora es mi momento. Tengo que sentarme en ese cojín y hacer chirriar los goznes de la puerta al otro lado de esta realidad"
No lo hice. Me alejé del corro de curiosos sintiendo el peso abrumador de mi cobardía. Comencé a deambular por la Plaza con el alma descosida. Un giro de 360 grados me trajo de vuelta a su rincón. La distinguí desde la distancia. Esta vez asomaba su cabecita tras una columna mientras sostenía una caña de pescar de cuyo hilo pendía un pan con forma de corazón. Era su ingenuo cebo.Pasé a su lado atónita, nos miramos, casi pude palpar con la mirada el peso y consistencia de aquel corazón de trigo... Y pasé de largo.

Lejos, cada vez más lejos, salí de la Plaza, crucé la calle tomé el metro. Un poso de amargura en el fondo de la boca me acompañó hasta Ópera. Apenas me apeé en la estación volví a tomar un tren de regreso. No, no, no. Debía reencontrar a la muchacha-duende, morder su anzuelo, sentarme y dejar que el destino escribiese por mí las palabras precisas en su pizarrín. ¿Cómo podía darle la espalda a la suerte?
Corrí entre la gente y la noche. Cuesta arriba, cuesta abajo. Por fin alcancé ese retablo de las maravillas que es la Plaza Mayor,la sangre agolpada en las sienes a medida que me acercaba a su esquina, los pasos cada vez más lentos... hasta descubrir su vacío. Había desaparecido junto al pez, la maleta, la leña, la magia. Se llevaba con ella la puerta despreciada, el fru-fru de las primeras estrellas del invierno.
Regresé todos los sábados de aquella estación. Poco a poco fui espaciando mis visitas. Nunca volvió a aparecer y ya he perdido la esperanza. Habrá vuelto a su mundo fosforescente y subterráneo. Una vez me lanzó un anzuelo con un corazón de cereal. No supe arriesgar la seguridad de mis pasos sobre los adoquines de la realidad. Si alguna vez os la encontráis, avisadme. Siempre la esperaré en la Plaza Mayor como un pez aturdido en el fondo de un vaso.

(Gracias, Eva por rescatarla del olvido con los lápices de tu inspiración)