Recuerdo el aguacero tenaz de aquella noche de miércoles. Buscábamos un rincón cálido dónde satisfacer mi terco capricho de algo dulce: un bizcocho de jazmín, una rebanada de niebla, qué sé yo. Deshoras. De súbito una puerta transparente y una escalinata prometiendo un atajo al paraíso. Y allí estábamos, fantasmas mojados sacudiéndonos la lluvia en el centro de un pequeño comedor vacío todo madera, manteles a cuadros, dibujos de Escher, palmatoria en cada mesa.
Apareció ante nosotras apenas tomamos asiento. Zapatos maltrechos pero lustrosos, frac anacrónico, sonrisa paciente: el violinista.
Miró en derredor comprobando que la nuestra era la única candela que sobrevivía en la constelación apagada del comedor. Sonrió. "Ustedes son mi público esta noche -dijo con amabilidad-. Así que éste será un concierto para una sola vela". Ciñó el violín y comenzó el viaje. Paganini, tangos, un nocturno de Chopin... Tocaba con la dignidad de quién se sabe algo más que un músico que viste el fondo de una cena. Una pieza judía convirtió el comedor en un cuadro de Chagall, sillas volando entre gallos y tejados al ritmo del viento sobre las cuerdas. Sublime.El milagro sucedió mientras interpretaba una sonata de Giuseppe Tartini. El ritmo crecía como una ola gigante cuando el violín comenzó a tocar al hombre. Y lo hacía con destreza, pulsando sin temor los tendones del músico, vibrando al unísono carne y madera. Sacudía aquel cuerpo de títere, lo doblegaba en cada giro y no cedió ni un silencio hasta conseguir el llanto del hombre. Rendido, dejó caer los brazos. "Esta pieza siempre me emociona -se disculpó-.¿Sabían que Tartini soñó que el diablo la interpretaba a los pies de su cama? Al despertar comenzó a escribirla enfebrecido".
Tras las peticiones el concierto se apagó al igual que nuestra vela. Recogió su instrumento, nos despidió con una breve inclinación y una chispa en la mirada. Desde la ventana le vimos alejarse con su estuche, delicada marioneta borrándose en la lluvia.Un año después -el miércoles pasado- regresamos al restaurante. No hubo suerte. En su lugar un trío de jóvenes franceses cantaba sin convicción para un comedor atestado. ¿Dónde estaba el violinista? ¿Acaso fue un sueño aquel concierto? Quizá a su violín le pudo la nostalgia y una noche lo elevó, tocando sin cesar, más allá del último tejado del horizonte.



