Recuerdo el aguacero tenaz de aquella noche de miércoles. Buscábamos un rincón cálido dónde satisfacer mi terco capricho de algo dulce: un bizcocho de jazmín, una rebanada de niebla, qué sé yo. Deshoras. De súbito una puerta transparente y una escalinata prometiendo un atajo al paraíso. Y allí estábamos, fantasmas mojados sacudiéndonos la lluvia en el centro de un pequeño comedor vacío todo madera, manteles a cuadros, dibujos de Escher, palmatoria en cada mesa.
Apareció ante nosotras apenas tomamos asiento. Zapatos maltrechos pero lustrosos, frac anacrónico, sonrisa paciente: el violinista.

El milagro sucedió mientras interpretaba una sonata de Giuseppe Tartini. El ritmo crecía como una ola gigante cuando el violín comenzó a tocar al hombre. Y lo hacía con destreza, pulsando sin temor los tendones del músico, vibrando al unísono carne y madera. Sacudía aquel cuerpo de títere, lo doblegaba en cada giro y no cedió ni un silencio hasta conseguir el llanto del hombre. Rendido, dejó caer los brazos. "Esta pieza siempre me emociona -se disculpó-.¿Sabían que Tartini soñó que el diablo la interpretaba a los pies de su cama? Al despertar comenzó a escribirla enfebrecido".

Un año después -el miércoles pasado- regresamos al restaurante. No hubo suerte. En su lugar un trío de jóvenes franceses cantaba sin convicción para un comedor atestado. ¿Dónde estaba el violinista? ¿Acaso fue un sueño aquel concierto? Quizá a su violín le pudo la nostalgia y una noche lo elevó, tocando sin cesar, más allá del último tejado del horizonte.