Esta mañana he abierto mi ventana al último sol de octubre. Los dedos de una ligerísima brisa del norte han acariciado mi piel y, absorta en este instante, no he reparado en la cometa. Dormía, con ese sueño pesado y brumoso que envuelve a las cosas bellas, en un rincón de mi cuarto ajena a cielos y planetas. El aire debió despertarla, agitó su alma polvorienta con la promesa de nuevos paisajes, erizó su cola multicolor.
Apenas sentí el sutil roce de sus alas de ruiseñor mecánico huyendo sin timón ni mapas por la ventana.Desde el alfeizar contemplé atónita su vuelo desbocado mientras el vecino de arriba, poseído tal vez por el lirismo de la imagen, olvidaba la disciplina de las escalas para abandonarse a una melodía volátil.
Se iba... Como una florecilla despeinada, como el juguete alado que nunca me perteneció. Ascendía sin fin sobre los tejados de la ciudad, recortándose, espléndida, contra el fondo azul del cielo de esta mañana de otoño. Pronto fue una pincelada malva y verde, luego una muesca de color, más tarde un punto, finalmente nada. Seguí así, asomada al mundo, un tiempo más.
Ahora he cerrado la ventana. Me pregunto qué nuevas geografías estará descubriendo, cómo será el tacto de las nubes allá arriba, si habrá llegado al norte o si en su desafuero habrá confundido cielo y mar y ahora vuela entre sirenas y bancos de peces fosforescentes. La vida continúa aunque he de reconocer que por un instante he sentido dolor. No lamento la pérdida. Lo que realmente siento es no haberme agarrado a tiempo a su cola de dragón y sobrevolar libre al fin, la vida.
Si la veis cruzar el marco de vuestra ventana decidle que no me olvide...