Verano en Estocolmo es mucho más que una estación. Se trata de algo casi sobrenatural, un milagro de luz persistente, de atardeceres interminables sobre los canales, de música callejera y antiguos barcos de vela. ¡Despertad del letargo, recuperad los sentidos! Muelles, bicicletas, nubes dispersas...Vida.
Siempre hay una calle llamada a ser el eje del torbellino, el lugar dónde todo está a punto de suceder. De esa brecha tumultuosa surgió una tarde el aullido salvaje de su trompeta. El hilo sostenido de una sola nota me atrajo hasta el corrillo de curiosos asomados al prodigio. Y el prodigio eras tú, pequeño príncipe de la trompeta, apenas nueve años de edad enfundados en un traje de pana oscura, dirigiendo una orquestina de adultos, casi de gigantes.

Tu misterio quedó reflejado en un relato del que nada sabes. En sus páginas te imaginé viviendo en un barco con el resto de la Compañía, niño sin tierra nacido en aguas de ninguna parte. Me recreé en tus ansias de crecer aceleradamente, dejar caer al suelo la frágil piel de la infancia despojándote así del último reducto de inocencia. ¿Por qué quieres dejar de ser un niño, pequeño Wajda? ¿Acaso ignoras el peso de la nostalgia, las ataduras que se inventa la vida?
Pero querías hacerte mayor y volar lejos de aquella tarde, del corrillo de turistas despistados, de la belleza fría de Estocolmo. Y blandías la trompeta en el aire como una espada, hurgando sin piedad dentro de mí en una herida que todavía duele, duele mucho y que debe ser la infancia.
¡Ah, Wajda, Wajda! Pequeño sin patria, no te rindas a la impaciencia. Reza con tu trompeta esa oración de plumas que solo conocéis los ángeles e intercede por nosotros, los que ya no somos niños.